Aleardo F. Laría

El artículo 79 del Código Penal regula el homicidio simple y establece la pena de prisión de ocho a veinticinco años para aquel que «matare a otro». Sin embargo, cuando median algunas circunstancias agravantes, el artículo 80 señala que se impondrá la prisión perpetua. Tal situación se produce, entre otras circunstancias agravantes, «cuando se matare a su ascendiente, descendiente o cónyuge» (inciso 1). De modo que es en este inciso donde quedaría recogido, en principio, el crimen pasional, una categoría más bien literaria que jurídica.

La ley que incorpora el delito de feminicidio -aprobada ya en las dos cámaras y a punto de ser promulgada- modifica levemente la redacción del inciso 1 del artículo 80 para incluir las relaciones extramatrimoniales. Según el nuevo texto, se establece la pena de reclusión perpetua o prisión perpetua «al que matare a su ascendiente, descendiente, cónyuge, excónyuge, o a la persona con quien mantiene o ha mantenido una relación de pareja, mediare o no convivencia».

A continuación de las circunstancias agravantes, el Código Penal, en su artículo 81, regula las situaciones en las que opera una causa atenuante, como es el caso del homicidio producido en estado de emoción violenta. Se fija una pena de prisión de uno a tres años o reclusión de tres a seis años para «el que matare a otro, encontrándose en un estado de emoción violenta y que las circunstancias hicieran excusable» (aclaramos que la diferencia entre prisión y reclusión ha desaparecido en la práctica penitenciaria).

Las disposiciones anteriores regulan situaciones simples en las que opera una circunstancia agravante o una atenuante en cada caso. Pero el problema se presenta en hechos más complejos, cuando en un mismo caso concurren circunstancias agravantes y atenuantes. Aquí el Código Penal argentino incurre en una regulación confusa, consecuencia de haber incorporado disposiciones posteriores a la redacción original, lo que suele traer siempre problemas de discordancia legislativa. Aparentemente la intención del legislador habría sido aliviar la pena de prisión perpetua que parecía excesiva en el caso de parricidio -que es la denominación genérica que se da al homicidio de ascendiente, descendiente o cónyuge- cuando median circunstancias atenuantes.

El resultado ha sido un galimatías jurídico. Por un lado tenemos el artículo 82, que dice que «cuando en el caso del inciso 1 del artículo 80 concurriese alguna de las circunstancias atenuantes del artículo 81 (como la emoción violenta), la pena será de prisión de diez a veinticinco años». Pero esa disposición convive, sorprendentemente, con otra cláusula que se ha insertado al final del artículo 80 en la cual se dice textualmente: «Cuando en el caso del inciso 1 de este artículo mediaren circunstancias extraordinarias de atenuación, el juez podrá aplicar prisión o reclusión de ocho a veinticinco años». De este modo nos encontramos con que se castiga más severamente al parricida que obró en estado de emoción violenta (10 a 25 años) que al que mata sin emoción, bajo «circunstancias extraordinarias de atenuación» (8 a 25 años), una fórmula que la jurisprudencia aplica cuando ha habido separación de hecho entre cónyuges o el vínculo estaba muy degradado.

En la actualidad la mayoría de los códigos penales modernos ha eliminado el homicidio vincular como figura específica con una pena tasada, de modo que los vínculos afectivos, ya se trate de lazos de sangre o por matrimonio, se consideran meros agravantes o atenuantes que operan según las circunstancias particulares del caso. Por ejemplo, el Código Penal español establece que cuando concurren circunstancias agravantes y atenuantes los tribunales fijarán la extensión de la pena de un modo razonable, en consideración al número y entidad de esas circunstancias.

En el caso del denominado «ímpetu de ira» -otro modo de denominar la emoción violenta- la doctrina moderna considera que esa situación hace desaparecer el aspecto subjetivo que determinaba la agravación por parentesco. Siguiendo esa doctrina, por ejemplo, el Tribunal Supremo de España (sentencia del 10/3/82) tiene declarado que la agravante de parentesco deja de tener relevancia cuando se encuentran rotos los lazos familiares entre el agresor y su víctima o se aprecia «una profunda tirantez de relaciones entre los propios parientes protagonistas de los hechos que les coloque en una situación semejante a las de enfrentamiento entre extraños, porque en tales casos no puede nunca influir el parentesco en el estado anímico del autor». Cabe añadir aquí que el Código Penal español sí parece contemplar el crimen pasional, puesto que considera atenuante el hecho de «obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan producido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante».

Esta fórmula es mucho más razonable que la actual regulación del Código Penal argentino, que establece una enorme desproporción legal para los casos de homicidio producido en estado de emoción violenta: si media algún vínculo, la pena es de 10 a 25 años (artículo 82.1), pero en el resto de los casos de homicidios en estado de emoción violenta, ejercidos sobre personas con las que no existe vínculo, la pena es de 1 a 3 años de prisión o de 3 a 6 de reclusión (artículo 81.1). Si la persona ha sido dominada por un estado de arrebato o emoción violenta que de algún modo impide que actúen los inhibidores racionales del comportamiento, no parece razonable establecer diferencias de castigo tan marcadas entre una situación y otra.

Esta incoherencia es producto de los cambios legislativos desordenados. La ley 17567, que introdujo las «circunstancias extraordinarias de atenuación», establecía una escala penal coherente para los distintos supuestos: parricidio, reclusión o prisión perpetua; circunstancias extraordinarias de atenuación, reclusión o prisión de 8 a 25 años; en estado de emoción violenta, prisión de dos a ocho años. La ley 23077 mantuvo la atenuante extraordinaria pero reimplantó la antigua penalidad del parricidio emocional (artículo 82.1 CP), dando lugar al actual enredo jurídico.

Esta irregularidad ha llevado a plantear la inconstitucionalidad del artículo 82.1. Así lo ha entendido al menos la Cámara de Apelación en lo Penal de San Martín (sentencia del 15/3/1988), que ha considerado que el artículo 82.1 del Código Penal incurre en inconstitucionalidad al crear un régimen injusto que «agravando en forma inequitativa la situación de cualquiera de los esposos contiene una sanción desproporcionada, irracional e injusta, lo cual surge de la simple confrontación del articulado referido. El excesivo rigor condenatorio no halla razonabilidad dentro del precepto constitucional consagratorio del artículo 28 de la Constitución nacional».

La existencia de una regulación legal demasiado severa para el parricidio emocional explica que en ocasiones se busque eludir sanciones penales de semejante gravedad invocando una eximente del artículo 34 del Código Penal. Ésta opera cuando una persona, en el momento del hecho, «por insuficiencia de sus facultades, por alteración morbosa de las mismas o por su estado de inconsciencia no haya podido comprender la criminalidad del acto o dirigir sus acciones». La disposición parece pensada para los casos de patologías psicógenas, valoradas jurídicamente pero atendiendo también a los antecedentes psiquiátricos del autor dado que eventualmente pueden dar lugar a la reclusión del agente en un hospital psiquiátrico («manicomio» en el lenguaje desactualizado del Código).

La diferencia entre un homicidio en estado de emoción violenta y el homicidio producido por un enfermo mental parece clara y evidente en la ley, pero luego en la realidad los límites entre la salud y la enfermedad no son matemáticos. La cuestión se complica cuando -con el aparente deseo de atemperar el rigor penal excesivo del actual código en el tratamiento del parricidio emocional- alguna jurisprudencia, basada en autores «garantistas», ha buscado expandir la eximente del artículo 34, introduciendo la figura no regulada legalmente del «trastorno mental transitorio». Se trata de una creación jurisprudencial que descansa en un criterio tan subjetivo como es pretender medir la intensidad de una emoción. «Es la intensidad de la emoción y sus efectos lo que diferencia el artículo 34.1 del artículo 81.1 a del Código Penal» (STJ de Río Negro, 11/11/09). Según esta tesis, si la intensidad es baja, estaríamos frente a la emoción violenta. Si la intensidad es alta, al punto que se produciría una «desconexión de las funciones cognitivas», nos encontraríamos frente a una eximente que daría lugar a la absolución con libertad del imputado.

Obsérvese que actualmente, con la introducción de la figura del feminicidio -que ha pretendido proteger a las mujeres víctimas de la violencia doméstica endureciendo el tratamiento penal-, se pueden producir las siguientes respuestas disímiles frente a hechos de similares características. Si un hombre, en un arrebato de celos -el crimen pasional más habitual-, mata a su pareja «mediante violencia de género» (inciso 11 del nuevo artículo 80) puede ser condenado a prisión perpetua, pero si una mujer u hombre, obnubilado por una discusión matrimonial, es presa de lo que un juez valora como un «trastorno mental transitorio» y mata a su pareja, puede resultar absuelto. Esta enorme disparidad en la aplicación de la pena prueba que la regulación actual del Código Penal, sometido a parches sucesivos, es francamente deplorable. No facilita la aplicación de penas intermedias y del mismo modo que conservar la pena de prisión perpetua (la «pena eterna») es un verdadero anacronismo, suena extraño que frente a un crimen pasional el acusado pueda resultar eximido de toda responsabilidad por aplicación de la doctrina del «trastorno mental transitorio». Un crimen podrá tener toda la carga pasional que se quiera, pero sigue siendo un crimen. Los conflictos de pareja no deben resolverse mediante la violencia.

ENLACES DE INTERÉS

 

fuente http://www.rionegro.com.ar/diario/el-crimen-pasional-990895-9521-nota.aspx