La estatua de la libertad ha sido tradicionalmente un símbolo para los inmigrantes a Estados Unidos que les representaba la llegada a un país libre. Pero si uno tiene en cuenta la manera vertiginosa como ha aumentado su población encarcelada, la estatua de la libertad debería aparecer ahora encadenada.

Las cifras hablan por sí solas: según datos del Centro de Estudios Penitenciarios (ICPS por sus siglas en inglés), en Estados Unidos hay más de 2’200.000 personas privadas de la libertad, mucho más que en cualquier otro país del mundo, incluyendo naciones mucho más pobladas como China o India.
Su tasa de reclusión (número de internos por 100.000 habitantes) es de 716, el más alto del mundo. Los países que se le acercan en este dudoso ranquin son Cuba, Rusia o Rwanda, que distan de ser modelos de democracia. Pero EE.UU. no tiene de qué preocuparse; esos otros países están muy lejos pues su tasa apenas ronda 500. Y su ventaja frente a otras democracias, como las europeas, es enorme, pues la tasa de reclusión en Europa varía entre 70, en países como Alemania o Suecia, y 150 en naciones como el Reino Unido.
Estados Unidos es entonces el país más carcelero del mundo y esa tendencia tiene, además, claros sesgos raciales y de clase; los afros han tenido en general tasas de reclusión más o menos seis veces superiores a las de los blancos. Y si son pobres, la probabilidad de terminar en una cárcel es mayor.
Este desbordamiento carcelario es sin embargo relativamente reciente; tiene unas tres décadas. Entre 1930 y 1975 la tasa de reclusión fue cercana a 100 pero desde finales de los setenta comenzó a crecer casi ininterrumpidamente, llegando a los alarmantes niveles actuales.
El frenesí carcelero en Estados Unidos tiene razones múltiples pero dos cosas son claras: I) está fuertemente asociado a la guerra y a las drogas; hoy la mitad de los presos federales lo son por delitos de drogas, en general no violentos; y II) responde a formas de populismo punitivo; las autoridades han preferido enfrentar problemas sociales complejos con una severidad punitiva desbordada, que es popular electoralmente pero que agrava los problemas que pretende solucionar.
El resultado global de esta evolución es pésimo. El impacto de la encarcelación masiva sobre la reducción del crimen ha sido menor, mientras que sus costos fiscales son enormes. Y su impacto social es altamente discriminatorio: desde los ochenta, mientras que las penas por delitos menores aumentaban y las cárceles se llenaban, los servicios sociales a favor de los pobres han tenido a reducirse. Los excluidos empezaron a ser incluidos… pero en las cárceles.
Colombia también ha aumentado fuertemente su tasa de reclusión, que subió de aproximadamente 80 en 1992 a 240 en la actualidad. Y también tenemos incrementos punitivos desbordados, en especial en drogas, como lo mostramos en nuestro texto Penas Alucinantes en Dejusticia. Ojalá no estemos copiando en este punto a Estados Unidos, que tiene cosas ejemplares, pero su pasión punitiva no es una de ellas.

 

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