La noche del miedo. Los cordobeses sintieron, cuando la policía provincial se acuarteló y liberó amplias zonas de la ciudad, que el contrato básico de la convivencia social, aquel que garantiza la protección de la vida y de los bienes de los ciudadanos, quedó suspendido. Ya no se trataba sólo de las connivencias y las complicidades de sectores de la fuerza policial con el crimen organizado y las bandas de narcotraficantes. Algo más viscoso y peligroso recorrió el cuerpo de la sociedad cordobesa: el gigantesco chantaje corporativo de quienes debieran cuidar la vida y los derechos. No sólo conocían el riesgo que estaban desatando con su “protesta” sino que, para hacerla más contundente, diseñaron la escenografía del miedo una vez que la policía se retiró de su función para dejar liberados los barrios que, inmediatamente, se convirtieron en tierra de saqueos. En los días en que la sociedad festeja los 30 años de recuperación de la democracia, las policías de distintas provincias, con las de Córdoba y Santa Fe a la cabeza, nos recuerdan la principal deuda que la república no ha podido saldar en estas tres décadas: la profunda y radical transformación de las agencias de seguridad que se han convertido en una bomba de tiempo que sigue estallando en el interior de la vida democrática: gatillo fácil, persecución de los jóvenes pobres, participación en las redes de prostitución, alianzas con los narcos e infinidad de negocios al margen de la ley. No tendremos una sociedad genuinamente democrática mientras sigan persistiendo estas tramas siniestras como la que atemorizó durante más de un día a los cordobeses.
Una sociedad es más democrática cuando logra no sólo mejorar la calidad de sus instituciones sino, también, cuando alcanza un equilibrio entre sus estructuras republicanas y la distribución más equitativa de los bienes materiales y simbólicos que se producen. Esforzarse por ampliar las libertades públicas es correlativo a romper el cerco de la desigualdad que viene asfixiando a nuestra sociedad desde hace varias décadas. Una desigualdad que asume una doble perspectiva: la que se expresa en la concentración en pocas manos de la riqueza material y aquella otra que nos ofrece la imagen de amplios sectores pobres carentes de tierras y viviendas mientras se amplía la trama de hacinamiento en los cordones periféricos de las grandes ciudades. Las policías bravas se alimentan de estas profundas inequidades.
Encontrar los vasos comunicantes entre la tradición republicana –una tradición que también ha dejado mucho que desear entre nosotros y que no ha atravesado la historia nacional de una manera virtuosa– y la tradición democrática –en particular aquella que viene a expresar la demanda de los incontables por ser tomados en cuenta en la suma de los bienes y en su distribución, pero que tampoco ha logrado sortear su paso por la historia sin manchas ni contradicciones–, es, sigue siendo, uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo. La policía, su captura por las prácticas delincuenciales y represivas, debilita el arduo camino recorrido desde la salida de la noche dictatorial. La persistencia de desigualdades intolerables constituye un caldo de cultivo para el accionar de quienes se alejan de su misión que, como dijimos, es garantizar la vida, los derechos y los bienes de los ciudadanos de cualquier condición social.
No es casual que la derecha contemporánea se ocupe prolijamente de separar, dentro de su limitada concepción de la democracia y de la república, lo que tiene que ver con la garantías institucionales y el respeto a los sacrosantos contratos comerciales, de aquello otro que oculta la apropiación minoritaria de la riqueza socialmente producida (cuando se trató de romper los contratos o de manipular instituciones para garantizar dividendos y negocios dejaron de recurrir a su retórica republicana para utilizar su otra retórica, la de los astutos mercaderes o la de la simple y brutal violencia destituyente, del mismo modo que no han retrocedido en la horadación de la legalidad allí donde lo que se privilegiaba eran sus intereses, sus ganancias y su poder). Muy preocupados, supuestamente, por la “calidad de las instituciones”, se desentienden olímpicamente de la propia tradición liberal a la hora de poner en cuestión las prácticas que han generado su envilecimiento. La concentración monopólica de los medios de comunicación les resultó compatible con la libertad de expresión. La corrupción y el envilecimiento de las instituciones policiales son el mal menor, eso piensan, ante el avance de la delincuencia, un problema sobre el que no suelen pronunciarse mientras se desgañitan exigiendo la baja de edad en la imputabilidad, el uso de la represión y la eliminación de los sistemas de garantías. De diversos modos, esos virtuosos republicanos han sido cómplices de la transformación de la policía en una gigantesca fuente de corrupción y de presión política.
Resulta llamativo que quienes se desgarran las vestiduras en nombre de la República reaccionen de manera destemplada cuando se describe algo que todo el mundo reconoce: que el problema de la seguridad comienza por las mismas policías (y, también, por las complicidades en el sistema judicial), allí donde su núcleo duro está profundamente envenenado por las más diversas formas de corrupción. Sin utilizar eufemismos ni buscar frases vacías y de circunstancia, hay que poner blanco sobre negro alrededor de una de las mayores deudas de la democracia. Difícilmente se podrá mejorar la calidad institucional si no se abre la caja de Pandora de las fuerzas de seguridad. Romper las complicidades y desarticular los votos de silencio que involucraron e involucran a una parte de las fuerzas políticas es, tal vez, el punto de inflexión, la búsqueda de otro horizonte que habilite una cotidianidad democrática capaz de sacarse de encima el brutal chantaje de quienes supuestamente fueron formados para realizar tareas que parecen haber extraviado desde los oscuros y brutales años de la dictadura.
Pero también supone evidenciar la profunda complicidad que existe entre ese proceso de envilecimiento policial y la multiplicación del “miedo” ciudadano al acrecentamiento, real y ficticio eso importa poco, de la inseguridad (los medios concentrados de comunicación se encargan de multiplicar exponencialmente lo que desde hace mucho tiempo es una herramienta siempre a la mano para asustar a la población e invalidar cualquier política que pueda complicar sus intereses). Es intercambiable el proceso a través del cual la policía es manipulada por bandas y mafias y la proliferación de un discurso que partiendo del miedo permite amordazar a una sociedad asustada hasta de su propia sombra. Cuanto más impune resulte a los ojos del ciudadano medio la acción delincuencial, más dramáticamente reaccionaria será la demanda de seguridad hasta alcanzar formas muy cercanas a la histeria colectiva y a la lógica del linchamiento. El miedo, eso ya lo sabía el viejo y venerable Baruch Spinoza, es el eslabón que cierra la cadena del sometimiento sobre el cuello de la libertad y de la autoconciencia.
Pero el miedo se expande cuando una suerte de “zona liberada” se desplaza por entre los intersticios de la vida social y urbana dejando inermes a quienes ni siquiera pueden recurrir a la policía para que los proteja. La respuesta a ese miedo en expansión no suele ir dirigida contra sus causas reales (la desigualdad social, la brutalización de la vida en las megalópolis contemporáneas, el prejuicio y la criminalización de los pobres, la corrupción de las fuerzas policiales, la venalidad de funcionarios y la ideología de las derechas represivas) sino que se metamorfosea en exigencia de “mano dura” y de mayores condenas y persecuciones que incluyen, claro, la baja en la imputabilidad y hasta la exigencia de la pena de muerte. En ese río revuelto de sentimientos abrumadoramente deleznables y de paupérrima calidad moral, los que sacan pingües ganancias son los medios de comunicación sensacionalistas que azuzan el pánico, el establishment económico que logra transferir la reacción social hacia los “pobres y negros” que emergen como los causantes de tanto miedo, la derecha política que crece electoralmente y, por supuesto, la propia policía a la que se la convoca para que se haga cargo de la represión del delito.
La violencia legal en manos del Estado y supervisada permanentemente su uso por el imperio de la ley y de los derechos civiles se topa con un enemigo feroz y portador de una enorme capacidad de envilecimiento allí donde le toca actuar en esos márgenes difusos en los que el derecho suele confundirse y donde la legalidad hace juegos de equilibrista caminando por la cuerda floja. Esa institución, llamada policía, se desenvuelve en una territorialidad compleja en la que se superponen el delito y la honestidad, la fuerza brutal y su uso de acuerdo a derecho. Sus tentáculos se mueven por las zonas del dinero, el poder y la venalidad como, supuestamente, encargados de combatirlos al mismo tiempo que penetra en ellos el veneno que destila la parte corrupta de un sistema sostenido no sólo por las formas honestas de la ganancia sino, fundamentalmente, por los ejercicios de la impunidad y la discrecionalidad propios de un orden económico acostumbrado al uso intensivo de prebendas y de actos de alevosa injusticia.
Desde antiguo las fuerzas policiales (que han nacido para custodiar bienes y propiedades más que personas y derechos) han sido instituidas desde una profunda ideología de clase que tiende a transformarlas en fuerzas de represión y de choque contra los sectores más pobres y desprotegidos de la sociedad. La dictadura llevó esto hasta su hartazgo haciendo de la policía uno de sus brazos ejecutores o poniéndola al servicio de la maquinaria del terrorismo de Estado. El narcotráfico vino a agudizar todos los problemas estructurales y a facilitar el envenenamiento interno de la propia policía que convive, cada día, con quienes están en condiciones de corromperla infinitamente.
Una de las tareas más arduas y difíciles de la democracia es transformar esa inercia de violencia y criminalidad que ha capturado una parte no menor de nuestras fuerzas policiales sabiendo, como lo sabe, que sin tocar esos núcleos de impunidad la que queda comprometida es la propia democracia. Significa regular, hacer transparente y controlar con eficiencia el funcionamiento, casi siempre opaco, de una institución que, como lo señalaba anteriormente, convive codo a codo con la ilegalidad y se maneja como pez en el agua en el territorio de la vida social manejando ingentes recursos de inteligencia y de poder efectivo.
Ha sido el juez Zaffaroni quien destacó, a partir del intento de golpe policial contra Rafael Correa en Ecuador, que en la actualidad sudamericana las fuerzas policiales (en particular cuando están unificadas en un solo cuerpo nacional) constituyen una amenaza mayor contra la democracia allí donde las fuerzas militares carecen de esa incidencia decisiva en la cotidianidad. Por eso sería un “error” (astutamente diseñado por el imperio y sus socios regionales) hacer que el ejército contribuya a la lucha contra el narcotráfico (el ejemplo mexicano y la brutal corrupción de una parte de sus estructuras militares está allí para recordarnos lo que significa dar ese paso). La fuerza policial se convierte, a partir de esa multiplicación de funciones y de su contacto directo con el narco y las lógicas perversas del poder, en un agudo factor de desestabilización. Lo que se inició en Córdoba y se replicó en varias provincias constituye un claro ejemplo de ese “factor de desestabilización” institucional que debilita, al mismo tiempo, a los poderes democráticos y expande el miedo por el cuerpo de la sociedad. Las policías lo saben, una sociedad atemorizada se vuelve funcional a los reclamos de mayor represión.
Se trata, en definitiva, de proteger a la democracia de sus peligros “internos” que no son, como lo quiere la derecha, los que provienen de políticas distribucionistas y de mayor ampliación de los derechos sociales y civiles, sino los que provienen de aquellas instituciones que han sido creadas para cuidarnos de la violencia delincuencial pero que, en muchas ocasiones, acaban por ser parte de ese peligro que se yergue sobre la vida cotidiana. Antes que la propiedad está la vida y sus derechos inalienables, tal vez ese sería un punto de partida decisivo para redefinir democrática y civilizadamente el derrotero de la policía y los contenidos pedagógicos que debieran estar a la base de sus escuelas de formación de cuadros. Impedir que el miedo se introduzca en nuestras conciencias es, quizás, una de las tareas impostergables y prioritarias de un orden político que aspira a darle forma a una sociedad cada vez más democrática y socialmente justa.