El VW Gol donde viajaba la pareja de novios fue seguido y encerrado por un Renault 9 que lo hizo chocar contra un árbol en Garay y Constitución. Los chicos del Gol —él 19 años, ella 17— quedaron encajonados en el vehículo mientras alguien del Renault 9 se les acercaba para vaciarles, desde algo menos de un metro de distancia, el cargador de una pistola 9 milímetros frente a la Escuela Nº 1.202 Gendarmería Nacional. Mariano Cejas y Daiana Moyano recibieron en total ocho balazos. La brutalidad del fusilamiento conectó el hecho con un crimen mafioso.

Esa fuerte impresión se desinfló cuando a una hora después quienes iban en el Renault 19 fueron detenidos. Eran tres hermanos: Gustavo de 19, Camila, de 17, y Oriana, de 15. Tres chicos escolarizados, hijos de una familia de trabajadores humildes, sin antecedentes de conflictos. La hipótesis quedaría ceñida, lejos de motivaciones mafiosas, a un problema de celos adolescentes: Camila y Daiana estaban enfrentadas por la atracción al mismo chico. Una bronca extrema que no encontró otra forma de resolución que una emboscada asesina.

Este suceso tan arduo de asimilar, acaso olvidado para la mayoría de los rosarinos, ocurrió hace nada más que cuatro meses, el 5 de septiembre pasado. Al terminar el año judicial Carla, funcionaria de la fiscalía Nº 5, movía la cabeza con el legajo del caso en las manos. «Con un caso así uno trata de exprimirlo porque imagina que debe haber otra cosa. Es lo que hicimos. Pero no hay nada más que una bronca de chicos. Uno no acepta que la causa sea aquello que parece una estupidez y sin embargo eso es cada vez más común».

Quiebre. No es que este hecho sirva de prototipo de los homicidios dolosos ocurridos en Rosario el año pasado, que se ubicaron un 45 por ciento por arriba de la marca del año anterior. Pero sí tiene algo que comparte con muchos otros: los agresores son personas que no provienen del campo del delito pero se constituyen en agentes de una violencia social compleja antes que en emergentes de criminalidad más clásica.

Se verifica en Rosario un crecimiento númerico de delitos letales contra la vida vinculados a las economías delictivas donde prevalece el comercio de drogas. El avance de la narcocriminalidad a su vez impregna y condiciona todas las relaciones, económicas y afectivas, tanto en espacios comunitarios como domésticos, al costo doloroso de quebrar lazos sociales. Aunque la droga barata conquista cada vez más terreno los homicidios dejan su estrago profundo y notorio en los sectores urbanos más segregados.

No obstante, la dinámica que multiplica los abusos de armas de fuego no son reductibles al multifacético fenómeno de la droga que, por supuesto, lo explica en buena parte. Lo que se advierte es un impulso que se orienta a resolver cualquier diferencia, por trivial que sea, con una violencia desmedida que no guarda proporción con lo que origina el conflicto.

El caso que abre esta nota es un ejemplo. También el de los jóvenes que mataron a dos hinchas de Newell’s en Oroño y Lamadrid hace un mes, o el de los dos chicos asesinados en las piletas del Saladillo días después. O sucesos que no terminan en muerte de milagro, como el de los cinco jóvenes baleados en julio pasado frente al boliche Al Diablo de la zona norte.

Identidad y respeto. En estos casos, como en tantos rutinarios enfentamientos a balazos en los barrios, más interesante que apuntar al origen del conflicto puede ser poner foco en otro aspecto: el modo en que para tantos jóvenes, como señala el criminólogo Enrique Font, la violencia no es apenas un medio para conseguir algo, sino un modo de ser alguien. Tener un arma y usarla es, en vastos sectores sociales privados de bienestar, un mecanismo de generar identidad, despertar adhesiones y producir respeto.

La intolerancia extrema a la exposición al conflicto es un déficit que parece distinguir verticalmente a la sociedad. La violencia es tan vieja como el hombre pero hay rasgos culturales asomando que hacen surgir conductas sin parangón en el pasado. Las agresiones a personal médico en dispensarios y hospitales públicos, los ataques a cuadrillas que reparan el servicio eléctrico, las discusiones en el tránsito que pasan al cruento ataque físico, los enfrentamientos a balazos dentro o fuera de boliches bailables son episodios que hace diez años no eran objeto rutinario del tratamiento de la prensa. Estas escaladas son exponentes de una violencia social más expandida.

Desconocida. La violencia aludida no es una causa sino un efecto de un largo proceso al que resulta difícil desmenuzar. «No tenemos diagnósticos serios sobre la violencia, lo que es un déficit enorme en materia de seguridad, porque no se puede prevenir lo que no se conoce. Esta insuficiencia refuerza el despliegue de estrategias y políticas demagógicas, ineficaces y autistas que, cerrándose a los datos de la realidad, han permitido una brutal simplificación de un problema complejo. Y ese vacío dejado por la criminología de campo fue ocupado por una criminología periodística que condiciona a la política y la lleva muchas veces a tomar decisiones no en base a indicadores de frecuencia, vulnerabilidad victimizante o criminalizante sino conforme a la intuición», dice Daniel Erbetta, ministro de la Corte Suprema de Santa Fe.

Ciertos informes y análisis producidos habilitan algún análisis. «Vamos conociendo la distribución y concentración territorial de los homicidios, los perfiles de víctimas y victimarios, la baja tasa de esclarecimiento especialmente en las zonas de mayor concentración. Pero todavía no podemos saber por qué pasa todo esto. Para saberlo necesitamos criminología de campo, investigaciones en terreno, con otra metodología, cosa que recién ahora ha comenzado a realizarse en nuestra provincia en la universidad pública», entiende Erbetta.

¿Puede en este marco de carencias explicarse qué impulsó en Rosario esta suba de homicidios? «Los datos que disponemos nos permiten insinuar que, en su mayoría, las motivaciones no están vinculadas al narcotráfico ni son consecuencia de un robo o un ataque sexual. En general puede verificarse que la mayoría de los homicidios han ocurrido en barrios alejados del centro y con una distribución concentrada en zonas específicas. La recurrente utilización de armas de fuego demuestra lo fácil que es acceder a ellas. Sabemos también que víctima y victimario pertenecen a los mismos niveles sociales y en la mayoría de los casos se conocen. Familiares en sentido estricto y amplio, vecinos y conocidos», resume el ministro de la Corte.

En el mapa de homicidios que este diario presenta en su edición online, los puntos rojos que marcan asesinatos se concentran fuertemente en zonas alejadas de las áreas céntricas o de los distritos barriales más acomodados. Y esos crímenes no tienen una afectación igualitaria: el 70 por ciento de las víctimas son jovenes varones, de sectores populares, en barrios donde las tramas de convivencia se degradaron y en espacios con fuerte regulación policial entre los actores del delito. El sistema judicial y penal no aclara el 50 por ciento de los hechos lo que expande esta crisis.

Categoría vaga. Cuando hablamos de homicidios por conflictos interpersonales, señala Erbetta, «aludimos a una categoría vaga que no permite desagregar con mayor precisión las motivaciones y perfiles personales: cuándo se trata de violencia doméstica, cuándo de género, cuándo por construcción de identidad, cuándo por disputas de economías delictivas. Sin embargo sí es posible afirmar que en su mayoría los homicidios son efectos de formas violentas de dirimir conflictos. En un momento que esta lógica atraviesa a toda sociedad».

Dice el procesalista Alberto Binder que una política criminal es eficiente cuando funciona la prevención y mantiene la violencia en niveles lógicos. «Lo ilógico es que no haya violencia en ciudades complejas», dice. Una acción pública que haga pie con eficiencia en los territorios segregados, con inversión en desarrollo humano y mecanismos de mediación idóneos, en el mejor de los casos no producirá resultados a corto plazo. Los homicidios son un problema a moderar, no a resolver. Pero la inquietud al respecto, siempre que no ceda a la demagogia electoral y punitiva, es razonable. Una frase egoísta e inhumana —»se matan entre ellos»— viene ahora también a revelar su falsedad. Una ciudad como Rosario tiene 21 muertes por año cada 100 mil habitantes, el doble que hace tres años, y ese es un problema que excede a los muertos y a sus íntimos. No sentirse convocado por la potencia de la cifra solo llamará a consecuencias peores.

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