Ante cada hecho delictivo amplificado por los medios de comunicación, rebotan los mismos eslóganes que propalara años atrás el falso ingeniero Juan Carlos Blumberg y que tan insistentemente sigue recomendando Daniel Cassia (PJ Federal): agravar las penas, endurecer el trato con los presos, rebajar la edad de inimputabilidad de los menores, ampliar las potestades de los fiscales para hacer escuchas telefónicas, allanamientos, detenciones en la vía pública por averiguación de antecedentes, en fin. La cosa es reformar las leyes penales contra reloj, sin ningún tipo de previsión racional, sólo contando con el peso de la conmoción en el ánimo de los legisladores que por convicción ideológica o simple demagogia terminan asumiendo el compromiso con la represión y la mano dura como única receta para combatir el delito.

No hay duda respecto de que los sectores más reaccionarios de Mendoza buscan esa salida por derecha, pese a su nula eficacia criminológica y segura inconstitucionalidad. El antecedente más cercano fue en 2008, durante el gobierno de Celso Jaque, oportunidad en la que las cosas se sinceraron en el sentido de que las medidas impulsadas lo eran en contradicción con el gobierno nacional y el sistema interamericano de derechos humanos. De ahí la expresión del legislador del Partido Demócrata Aldo Giordano –conocido por su rol como Fiscal de Estado– sobre que la Constitución argentina estaba “embarazada de los tratados de Derechos Humanos”. Lo de Giordano fue algo más que pura nostalgia hacia la represión de la dictadura. Y es que no basta con repetir clichés y obviar todo lo relativo al triste récord de casos de gatillo fácil, desaparición de personas y maltratos carcelarios que ostenta como balance la política de seguridad implementada desde el retorno de la democracia; también hay que ganarle terreno al progresismo que sí está pensando en la eficacia de proposiciones concretas que lejos de la espasmódica demanda de la opinión pública sí ayuden a que la convivencia sea más pacífica.
A golpe de cacerola. Podría pensarse que fueron las marchas por la seguridad que encabezó Osvaldo Quiroga, padre de un chico asesinado, y la presión mediática lo que motorizó esta nueva avalancha de proyectos que se encaminan a ser tratados en la Legislatura de la provincia a instancia de la Bicameral de Seguridad cuyo presidente es Aldo Vinci, un hombre del Partido Demócrata. Pero con eso no alcanza para explicar que la Cámara de Diputados de Mendoza haya resuelto endurecer y negar derechos que reconoce la actual Ley de Ejecución Penal 24.660, con todos los condimentos que dicha aprobación tuvo: fue aprobada en sesión especial, en una fecha no prevista en el reglamento, presentada como “la” respuesta a los problemas de la inseguridad, y votada por el bloque oficialista del Partido Justicialista pese a que los diputados de ese sector admitieron que era una medida represiva que nunca tuvo el aval del gobierno; es más, el proyecto había sido rechazado en fundados dictámenes críticos que elevó la Subsecretaría de Justicia y también fue objetado por el jefe del Servicio Penitenciario quien no dudó de calificar la norma de inconveniente y contradictoria.

Lo que pasó fue del orden de las roscas que se ensayan en el tablero político nacional entre Julio Cobos y Mauricio Macri. Veamos: el autor del nuevo régimen de ejecución de la pena según el cual han de regularse los mecanismos para el otorgamiento de beneficios a los presos fue el radical Luis Petri, un hombre que responde a Alfredo Cornejo, intendente de Godoy Cruz y presidente de la Unión Cívica Radical. Su intervención en esto es clave porque ha trabado un acuerdo con el vicegobernador de Mendoza, el justicialista Carlos Ciurca, quien aceptó ser parte de la jugada por un compromiso “institucional” asumido con Osvaldo Quiroga, compromiso que no pasa por el efecto que se calcula podría tener esta norma sobre la seguridad, sino por hacerles pagar el costo político de la inseguridad a las políticas de derechos humanos del gobierno nacional, punto en el que vienen coincidiendo todos los ex ministros de Seguridad que ha tenido Mendoza. Empezando por Leopoldo Orquín, siguiendo por Alfredo Cornejo, Juan Carlos Aguinaga y terminando por Carlos Ciurca.

Así, el hombre que participa de los cacerolazos de protesta ciudadana contra el gobierno nacional y aprovecha cada ocasión de reportaje radial o televisivo para defenestrar a referentes de los derechos humanos o juristas reconocidos institucionalmente como Raúl Eugenio Zaffaroni, es la nueva prenda de unidad Cobos-Macri que no se quiere perder el sector del justicialismo más reaccionario que conduce la provincia. No es cualquier unidad conceptual ya que la materia de seguridad es y seguirá siendo una de las principales preocupaciones de los argentinos.
La iniciativa del diputado Luis Petri viene a introducir el arcaico concepto de peligrosidad. Es un texto de 273 artículos que está destinado a ser objetado por la Corte Suprema de Justicia, quien ya ha declarado explícitamente en un fallo de 2005 que todo lo relativo a la ejecución de la pena es materia exclusivamente regida por la ley nacional 24.660 que recoge las Reglas Mínimas para el Tratamiento de Reclusos de las Naciones Unidas (lo dice en el conocido fallo “Verbitsky” en el que ratifica que ahí están configuradas las pautas fundamentales a las que debe adecuarse toda detención).
El vicio de inconstitucionalidad asoma apenas se observa el artículo 72 que fija restricciones al otorgamiento de salidas transitorias a los presos según “el carácter peligroso del delincuente”. Hay que decir que más allá del desatino político jurídico, son muy pocas personas que han quedado en libertad por los derechos que reconoce la ley 24.660 las que cometen delitos tan graves como el que terminó con la vida del joven Matías Quiroga. Es decir, se está legislando mal con una demagogia inusitada ya que nadie puede garantizar con total seguridad que las personas que queden en libertad no vuelvan a cometer delitos. Como observaba Horacio Báez, un juez de larga trayectoria en la provincia, “lo más probable es que vuelvan a cometer delitos quienes son tratados con mayor dureza, como sería privar de derechos reconocidos por la ley 24.660. Y no es caprichoso que se apele a la mayor posibilidad de libertad para la resocialización; el derecho penal moderno no nació el año pasado ni con este gobierno, nació a fines del siglo XIX y antes aún con los principios de la Revolución Francesa, enfrentándose exitosamente a la ideología positivista y antihumana de los Lombroso, Garófalo, Ferri y tantos otros entre los que se encuentran ideólogos de extrema derecha nazis, fascistas y otras ideologías totalitarias y represivas, que no han creído en el ser humano con mayor libertad. Es por los restos de positivismo determinista que actualmente se recurre a la pura represión, sin dar posibilidad a la comunicación democrática. Y lo que hay que entender es que tampoco se trata de que seamos buenos y tolerantes con las personas que cometen delitos, se trata de ver y analizar maduramente y democráticamente cuáles son los caminos más efectivos para mejorar el estado de la seguridad actual. Es decir, con medidas como la del proyecto el problema no se resolverá, eso ya está demostrado porque hace muchos años que se está haciendo lo mismo. Ir por el otro camino de la política democrática es empezar a mejorar, siempre que se haga con verdadera convicción democrática y fe en las personas. Si no tenemos confianza en esta vía considero que no tenemos futuro pacífico”.
Si bien la norma tiene media sanción y se descuenta que será impulsada por el jefe del Senado, es demasiado alto el costo político que implica avanzar de modo tan desprolijo y a contramano de las garantías institucionales. Entre las voces que se levantaron en contra de esta iniciativa están las de la subsecretaria de Justicia Romina Ronda; María José Ubaldini, directora de Derechos Humanos, y el responsable del Servicio Penitenciario, Sebastián Sarmiento. Pero también hubo votos en contrario de algunos diputados. Es el caso de Néstor Piedrafita, diputado de Nuevo Encuentro, Lucas Ilardo y Mariana Femenía, provenientes de la agrupación peronista La Cámpora. Según el texto que hicieron llegar a los medios estos dos diputados, “la Legislatura de Mendoza ha dado marcha atrás en la defensa de las garantías constitucionales al dar media sanción al proyecto de Luis Petri. Un retrógrado proyecto que impide el otorgamiento de beneficios en el llamado ‘período de prueba’ para los condenados por delitos violentos, como homicidios agravados, ataque contra la integridad sexual, robo agravado, homicidio en ocasión de robo y tortura seguida de muerte. Al más puro estilo Blumberg, el proyecto terminará traduciendo en hacinamiento en cárceles sin que esté demostrado que leyes de este tipo modifiquen las tasas delictivas”.
Entre los fundamentos que Lucas Ilardo y Mariana Femenía esgrimieron en el recinto es que el tema obliga a adoptar medidas responsables y comprometidas, requisitos que no están cuando se observa la inviabilidad jurídica del mismo, la prueba histórica de la ineficacia de estas medidas espasmódicas, pero por sobre todo, la profunda convicción personal e ideológica de que la seguridad se mejora con igualdad de oportunidades, inclusión social y educación, trabajando en medidas profundas y serias, con un respeto innegociable por los derechos que asisten a toda persona por su sola condición de ser humano. “No acompañaremos leyes ineficaces, propias de un derecho penal simbólico, que solo se limitan a agravar las penas y van en detrimento del sistema de reinserción social del liberado”, aseguraron los diputados de La Cámpora.
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Opinión

“Hay que dejar de institucionalizar la venganza”
Por Romina Cucchi
Licenciada en Ciencia Política y Administración Pública. Docente en contextos de encierro.
Quizá la pregunta de fondo es si una ley previene el delito. Y podemos avanzar en su respuesta. Creo que no. Vivimos en Mendoza momentos de institucionalización del dolor y todos sabemos que desde el dolor no podremos elaborar leyes o políticas públicas que atiendan el bienestar general de la población, los fines y responsabilidades del Estado.
Diputados históricamente oportunistas, presión pública, medios que se hacen eco de estas propuestas, generan en nuestra provincia un Estado que actúa como la víctima y desde esa bronca y dolor (legítimo en el caso de las víctimas, mas no del Estado), da respuestas espasmódicas y reaccionarias que poco tienen que ver con elaborar políticas de seguridad o prevenir el delito. ¿Cuánto cambiarán los hechos violentos y delictivos por endurecer el régimen penal? ¿No ha quedado claro ya que la existencia de la cárcel no evita los delitos? ¿Que no logra amedrentar o desincentivar a quien va a cometer un hecho delictivo? ¿No hemos demostrado ya que las cárceles lejos están de ser lugares que propicien la reinserción social? ¿No hemos sido denunciados internacionalmente por las situaciones de violencia, tortura, hacinamiento y vejación de nuestras cárceles?
Si hay un dato que se evidencia social y políticamente es que la existencia de la cárcel no previene el delito, como tampoco lo hace una ley porque la multiplicidad de factores que intervienen en los hechos de violencia, delito y represión del delito son múltiples y básicamente sociales, económicas y políticas, no jurídicas. Afirmar que los hechos delictivos son obra de quienes salen de la cárcel sin la condena cumplida es por lo menos falaz o un dato recortado del universo de hechos delictivos.
Lo mismo pasa con las salidas transitorias, libertad condicional o libertad asistida. Decir que son dádivas propias de un sistema de ejecución penal recuerda la frase “entran por una puerta y salen por la otra”, que es simplemente una mentira. Avanzar en la progresividad de la pena depende de un proceso que realiza la persona privada de libertad que conlleva escolarizarse, trabajar, no tener problemas de disciplina ni de conducta, etc. Otra cosa: afirmar que sólo personas privadas de libertad son quienes cometen delitos es una hipocresía. Raúl Zaffaroni, como otros referentes del tema, nos ha hecho entender que el sistema funciona bajo una lógica de selectividad y que no todos los que cometen delitos están presos y sólo una porción –la más vulnerable, la más criminalizada– cae en la red del sistema y es prisionizada. Ejemplos claros son los cómplices del genocidio de la dictadura libres, los cientos de curas pedófilos libres, los políticos que saquearon el país aun en bancas del Senado, por citar sólo algunos.
Otro error de tipo científico es afirmar que quien está en una cárcel encarna en sí mismo la peligrosidad. Desde las ciencias sociales (y la violencia es un tema social) hemos desterrado la noción positivista de que la peligrosidad es una característica del ser, un rasgo propio de ciertas clases sociales. Durante décadas primó esta noción que justificó el encarcelamiento de todo aquel que poseyera ciertos rasgos, o ideas, o conductas, o género, pues ello determinaba su peligrosidad. La afirmación de que hay una sociedad buena, honrada, libre y otra sociedad mala que hace daño a esta buena y sana sociedad, presenta otro problema al ser un discurso reaccionario que nos lleva al quiebre social. No hay dos sociedades –la noción de “selectividad” esbozada más arriba ayuda a comprender eso–, ni hay un muro en el medio donde hay malos de un lado y buenos del otro. Nuevamente debemos decir que la violencia es social, es esta sociedad, toda ella la que la genera. La violencia es transversal a la sociedad. Somos violentos en las calles mientras manejamos, somos violentos en las canchas mientras vemos un partido de fútbol, somos violentos en nuestras casas con nuestras mujeres e hijos, somos violentos en el trabajo. Consumimos violencia en las películas, en los dibujos animados, en los videojuegos. Aceptamos, replicamos y convivimos con la violencia ¡y luego nos espantamos cuando un chico mata a otro! ¡Cuando una chica es golpeada en una escuela! Ese espanto es hipocresía. Hipocresía que deja tranquila la conciencia, mas no resuelve los problemas que como sociedad tenemos.
Por último, afirmar que los derechos humanos son para la buena sociedad y no para quien daña, es insostenible desde el Estado. Nuestro Estado, como casi todos los del mundo, han suscripto tratados de derechos humanos a los que, en nuestro caso, les hemos dado rango constitucional y la base de los mismos es la universalidad. Los derechos humanos son derechos que tenemos todos por el solo hecho de ser personas. Y nadie puede quitarlos en pos de ningún discurso justificante de ello. Y quien los viole, tendrá que atenerse a la justicia, otro derecho que tenemos todos. Decir que algunas personas tienen chances de resocialización y otras no es justificar incluso la pena de muerte y volver a caer en el positivismo. Si las causas son sociales y políticas, las alternativas de abordaje son sociales y políticas. Si hoy un chico mata a un hombre para robarle el auto, ¿tenemos conciencia y ética para apedrearlo como si encarnara el mal? ¿No sentimos que algo, como sociedad, hemos hecho para que para ese chico la vida no valga, para que ese chico robe y ese chico mate? ¿Podemos ser tan hipócritas?
Quizá las razones esgrimidas poco importan a quien perdió un familiar en manos de otra persona que lo violentó, y lamento profundamente esa muerte como todas las muertes injustas y violentas. Pero esta ley no es la solución, no es reparación, no es prevención. Hemos demostrado por siglos que endurecer el régimen penal y el sistema represivo no hace más que multiplicar la violencia. Si el problema es social y político, la respuesta es social y política. Mejorar las cárceles para que sean lugares de dignidad y reconstrucción de un proyecto de vida; brindar oportunidades a quienes salen de ellas para no condenarlos a la misma exclusión; fortalecer las redes de contención e integración social, educativa y laboral de niños, niñas y jóvenes; perseguir y criminalizar al verdadero delito que nos daña socialmente, al delito organizado y a las redes delictivas; que la policía deje de “hacer número” en las calles; dignificar y capacitar la tarea de los agentes de la seguridad pública, y dejar, como Estado, de institucionalizar la venganza. El dolor, para las víctimas. Las políticas públicas, para el Estado. La prevención es social y política, no represiva.