Si se busca en Google el nombre “Rubén Genaro Pinto”, las escasas entradas que aparecen –nueve– se refieren, en su totalidad, al documental Años de calle, de Alejandra Grinschpun.
Rubén Genaro Pinto fue un niño de la calle que malvivía en la ciudad de Buenos Aires como los 3.500 calculados por el gobierno local en 2005, cifra que se estima se triplicó desde entonces. Esa tragedia que es parte de una mayor –en América latina son 40 millones los niños que viven y/o trabajan en la calle– llega al espectador con sencillez y sin anestesia en el documental de Grinschpun, que participó del Bafici y de la reciente Segunda Semana de Cine Documental, ganó el premio al “Mejor Documental Nacional” en el Festival de Cine de Derechos Humanos 2013 y tendrá su estreno comercial entre marzo y abril de 2014.
La película participa este mes en la competencia oficial del Festival Internacional de Cine de Zürich. “Me gusta que la première europea sea en Zurich, porque creo que presentamos una temática de la que allí no tienen idea, podemos dar una visión de algo que seguramente la mayoría de las personas desconoce”, dijo la directora a Miradas al Sur. “Pero también queremos proyectar la película en lugares donde podamos generar debate, como universidades y escuelas. Lo más importante de mostrar Años de calle es lo que sucede después. Cuando terminó la presentación en la sala Gaumont en el ciclo de Cine Documental, se me acercó un señor grande, un linyera que vive en la calle en esa zona del Congreso; me dio la mano fuerte y me miró a los ojos. Le pregunté: ‘¿Le gustó?’ Y me contestó: ‘No es cuestión de gustos, es cuestión de contenidos’. Se dio media vuelta y se fue, y me dejó emocionada porque seguramente la película tiene un montón de errores, pero estoy contenta y orgullosa por lo que surge de la gente después de la proyección.”
Otra vez un hombre le dijo: “Yo soy una de estas historias. Viví en la calle hasta los siete años. Ahí me levantó un señor que tenía una panadería y me enseñó el oficio, y a partir de ahí cambió mi vida”. Y otro: “Yo soy uno de esos… era –se corrigió– una de esas personas que veía un chico de la calle y de lejos decía ‘no, no’ y miraba para otro lado… A partir de este momento sé que salgo a la calle y lo miro diferente”.
Cuando evoca esos testimonios, Grinschpun siente que justifican los doce años que dedicó a realizar este documental que cuenta cómo se desarrollaron de la infancia a la juventud cuatro chicos de la calle: Rubén Genaro Pinto, GracielaGachi Fernández, Ismael Fernández, Andrés Berón. Vidas que buscan representar, cada una, una faceta de qué implica ser niño y vivir en la calle: “Gachi trae la cuestión de ser mujer y estar en la calle; Ismael, la posibilidad de resiliencia y de transformación y de reconstrucción de la vida; Andrés, los efectos de la institucionalización, las consecuencias de que un chico se vincule con el mundo sólo mediante los hogares y las cárceles; y Rubén, las familias detrás de estos chicos, los pocos o nulos recursos que tienen para sostenerse”. En Zurich difícilmente entiendan qué son esos números dentro de círculos que rebotan como juegos de espejos en las puertas de vidrio de la pequeña cabina (un locutorio) desde donde la madre de Rubén llama para pedir información sobre su hijo. Lo último que la mujer supo de él es que fue detenido en la Comisaría 12 en 2007: Rubén también representa la desaparición en la calle.

Historia detrás de las historias. Grinschpun llegó al Centro de Atención Integral a la Niñez y Adolescencia (Caina, un hogar de día donde los chicos de la calle van a comer, bañarse, vestirse, tratar asuntos de salud y a veces, algunos, cuando tienen disposición, a participar de talleres) por “una de esas casualidades de la vida” en las que no cree: “Por algo se cae en un lugar”. En realidad primero había caído en el Centro Cultural Recoleta donde había visto una muestra de los talles de periodismo, cerámica y artes plásticas de los chicos del Caina. Y se le ocurrió que podía hacer algo con esos chicos en principio proyectándoles películas y armando juegos y charlas, luego tal vez un taller de fotografía. Esta joven nacida en 1973 se había graduado en Imagen y Sonido y había hecho cursos de Cine Documental en la Universidad de Nueva York y Fotografía Documental en el Centro Internacional de Fotografía de Nueva York y podía llevar sus conocimientos y su voluntad al Caina. Pero la institución no aceptaba voluntarios; tomaron sus datos por cortesía pero ella supo que debería insistir. Y al mes, cuando llamó y le volvieron a decir lo mismo, la persona que la atendió tenía su mismo apellido. Eduardo Grinschpun, que atendió el teléfono porque pasaba por ahí, comenzó una conversación –¿serían familia?– que terminó en una invitación a conocer la sede de Paseo Colón al 1300.
–Y logró dictar el taller, porque las fotos que tomaron los chicos se publicaron en el libro Otra mirada. ¿Cómo fue el proceso?
–Durante dos años los talleres de fotografía avanzaron paulatinamente avanzando en el contenido, pero como los chicos van al Caina voluntariamente, y no llegan ni los mismos ni a la misma hora ni con la misma energía, porque depende mucho de lo que vivieron la noche anterior o el día anterior, yo iba tomando lo que había, en un camino bastante diferente con cada uno. Primero debieron aprender a usar la cámara, que en esa época era de rollo… para un niño, que es “todo ya”, tomar consciencia del tiempo, entender que no se podía sacar doscientas fotos, elegir qué y desde dónde fotografiar, esperar el revelado que yo hacía afuera, copiar en el laboratorio con paciencia y cuidado con los líquidos, ¡era difícil! Aprendí a generar paciencia y ritmos. Cuando sentí que había un grupo estable, les propuse que me contasen cómo era la Buenos Aires que ellos vivían. Ellos elegían las salidas fotográficas y empezamos a ir a distintos barrios, ¡como si ellos fueran turistas! Sus primeras fotos tomaban lugares u objetos inanimados; con el tiempo se animaron a acercarse a las personas y pedir permiso para fotografiarlas en un diálogo de igual a igual. Establecieron otro vínculo con las personas, se relacionaron con el mundo de otra manera.
El libro fue una idea de Grinschpun guardada en un cajón hasta que un día le mostró una maqueta a Eduardo Galeano y el uruguayo le escribió un texto. “Cuando alguien presta atención pasan otras cosas”, dijo la directora, que sumó subsidios y apoyos hasta lograr una edición de Otra mirada bajo el sello Asociación Civil Los Chicos de la Calle. Para entonces ya estaba filmando a los chicos, pero sin pensar siquiera en una película.
–¿Cómo se dio cuenta de que estaba haciendo un film y cuándo supo que había terminado?
–Dejé de filmar después de una buena etapa. Terminé los talleres. Entonces se me apreció la pregunta: ¿qué iba a ser de la vida de ellos? En el 2004 me encontré con Laureano Gutiérrez, quien seguía trabajando en el Caina y luego fue su director, y se transformó en el productor de Años de calle. Me contó en qué andaba cada uno de los chicos en ese momento. Lo sentí: “Esto es una película”. Por estar en contacto a lo largo del tiempo, éramos testigos de una realidad que no se conoce. En general la gente conoce un hecho puntual pero no una sucesión de hechos que hace que estas realidades sean así, y el corte diacrónico es central para comprender las vidas de estos pibes… Con Laureano pensamos en una película y salimos a filmar las historias de siete de los chicos que yo había filmado en 1999. También supimos que no terminaría ahí y nos planteamos que la tendría otra etapa cinco años después, con el concepto de las vidas en el tiempo. Dejamos de filmar porque Laureano me dijo “Basta, ya está”, y también porque ya necesitábamos poder cortar con algo que formó parte de nuestras vidas durante muchísimos años. Son vínculos muy fuertes que seguimos teniendo, pero una cosa es mantenerlos y otra es estar sobre ellos constantemente. Necesitábamos dar el ciclo por terminado, lo cual no impediría que quizá dentro de veinte años saliéramos a filmarlos de nuevo…

Los chicos crecen. Alguien le hizo el magnífico regalo de Los pibes del fondo, libro en el que Patricia Rojas narra la delincuencia urbana con las voces de diez adolescentes y jóvenes que conocieron la calle, las comisarías, los institutos y que, en el tiempo que duró la investigación, murieron tres, otros tres se fugaron de los centros de reclusión y uno de la justicia. Vio La vendedora de rosas, la película en la que Víctor Gaviria cuenta la historia de los chicos de la calle de Medellín, cuya protagonista, Lady Tabares, terminó en la cárcel por robo y homicidio de un taxista, mientras nueve de sus coprotagonistas murieron. Pero así como había comenzado a filmar “ingenuamente”, según define, Grinschpun no tuvo referentes a la hora de trabajar: “La película fue bastante intuitiva y salió mucho más de adentro, como se pudo y con el material”.
Lo que sí tuvo fue problemas para encontrar la versión final de lo que comenzó con el título de trabajo A la deriva y concluyó como Años de calle. Había reducido las historias a cinco para la serie Desde la calle, para Canal Encuentro (http://www.encuentro.gov.ar/sitios/encuentro/Programas/detallePrograma?rec_id=102627&capitulo_id=102635), pero la película era otra cosa y se resistía a tomar forma en la isla de edición.
“El montaje fue largo y doloroso”, evaluó. “Edité tres o cuatro meses una película sin el detrás de cámara, en la cual Laureano y yo no estábamos: una película sobre la vida de los chicos que salió muy apretada, que intentaba ser prolija con los planos y parecía una persona con una camisa chica… Paré como varios meses, viajé dos semanas a Tui (Galicia) a un doc in progress con Martha Andreu, un montón de cineastas pensando sus películas… Volví y retomé con Valeria Racciopi casi siete meses de montaje y sólo entonces entendimos que la película era con nosotros, que cuando contábamos lo que nos pasaba la gente se fascinaba, es decir que sumábamos al relato, y que no tenía que ser prolija porque eran más importante los tiempos y los respiros de una cámara que daba la textura de lo que en realidad mostraba.”
–¿Vieron esa realidad sus protagonistas?
–Por las circunstancias de sus vidas, el único que vio la película en la sala fue Ismael. Pero todos vieron la serie de Canal Encuentro, y en general les gustó. A Gachi le costó verse: “Eso no lo pongas, eso no me gusta”, se quejaba. Los demás estaban contentos. Andrés quería que al final terminara libre, no preso, ¡pero estaba preso! Claro, como vivió preso y afuera, preso y afuera constantemente, quería un final feliz… Y la familia de Rubén se emocionó muchísimo. Para ellos resultó muy fuerte pero lo vivieron con mucha alegría por poder volver a verlo. Uno tiene fotos, filmaciones, y ellos no… Les dio felicidad que el documental les llevara a Rubén. “¡Mirá, mamá, qué chiquito que estaba acá!, decía una de las hermanas.
–Varias de las escenas incluyen los conflictos éticos y las contradicciones que el productor y usted vivieron al filmar… 
–Necesitamos, y nos pareció más honesto, incluir nuestras contrariedades en la película. Empecé a filmar de una manera lúdica, y de pronto se puso difícil sostener la cámara y asistir a transformaciones, que además me cambiaban a mí. Y mientras los chicos crecían, Laureano y yo también: cada uno por su cuenta formó una familia, tuvo hijos… todo nos modificó el punto de vista. Por eso pusimos sobre la mesa la cuestión de que buscamos a Andrés en la cárcel y lo dejamos en la estación de trenes mientras nosotros nos íbamos a dormir a nuestras casas; o el planteo deGachi sobre por qué hacíamos lo que hacíamos. Nos lo preguntábamos todo el tiempo: “¿Esto sirve? ¿Vamos a modificar algo? ¿Los estamos exponiendo sin sentido?” Nos alivió exponer la realidad del vínculo. También quisimos mostrar al público una manera diferente de ver esta realidad, hacernos cargo de que somos diferentes a ellos y ellos no son ni buenos ni malos: aquí no hay blancos y negros, sino una gran gama de grises.
En un momento de introspección Grinschpun admite que con estos temas el deseo de quien los toca es cambiar el mundo. “Pero en el mejor de los casos, y a eso apostamos, lograremos esos debates después de las proyecciones para poner en el tapete esta temática con la que tenemos muchas deudas. No puede ser que haya chicos en la calle y caminemos como si nada.” Ese muro invisible –entre ese espectador, por cierto no el único porteño, y el chico de la calle al que lo aventaba con un “no, no”– es fuerte. “Se están haciendo cosas que ayudan y mejoran la realidad de algunas personas, como la Asignación Universal por Hijo (AUH)”, dijo la directora, “pero en la realidad hay gente que ni siquiera accede a estas políticas porque ni siquiera tiene el documento de identidad, o ni siquiera se entera por las condiciones en las que vive… Hay un lugar más abajo que abajo al que no llegamos, no llegamos. La familia de Rubén: algunas de las hermanas tienen hijitos y no acceden a la AUH porque no tienen documentos. Hay chicos que no van a la escuela y entonces no acceden a los comedores escolares… Estas chicas no quieren ir a la escuela porque no tienen agua para bañarse y les da vergüenza ir sucias. Se están planteando muchas leyes buenísimas pero nos falta mucho en cuanto a las redes para poder llegar a todos los estratos de la población.
–¿Qué sabe de los chicos hoy?
–Con Ismael estamos en contacto: vino a la última proyección y recibió los premios del Festival de Derechos Humanos con nosotros; está muy bien, trabaja con chicos, ayuda, es asistente social, da clases de fotografía… es un colega de alguna manera. De Gachi hace un tiempo largo que ni él [que es su hermano] ni yo hablamos con ella. Dejó de vivir donde estaba, y su teléfono no anda, no sabemos nada… pero uno aprende a vivir sabiendo que ya va a llamar, ya va a aparecer, porque es así de cíclico… Queda la pregunta: ¿por qué él esto y ella aquello? No tengo una respuesta, pero creo que la cuestión de género es importante: que mientras Ismael pudo ocuparse de sí mismo, poner todas sus energías en estudiar, en intentar salir y conectarse con otras cosas, Gachi fue mamá y se ocupó de ser mamá, y todo lo que eso significó en su vida. Andrés salió de prisión en noviembre del año pasado. Nos llamó un mes antes y nos dijo: “El 15 de noviembre a las 12 del mediodía salgo, vengan”. No supimos más, y ese día a esa hora estábamos frente a la cárcel de Marcos Paz sin saber si iba a estar o no. Y a las 12 y un minuto se abrió el portal y apareció Andrés con una bolsita y un cuadro que había hecho él. Nos pidió una coca cola, se subió al auto, puso cumbia a full y nos pidió que lo llevásemos a plaza Miserere para ver a una chica que había conocido por teléfono mientras estuvo preso. Calculamos que está bien, porque si no nos hubiera llamado.
De Rubén siguen sin tener noticias. “La desaparición es muy fuerte. Me pasa como a la mamá de Rubén: también lo busco por ahí, por la calle; cuando veo a algún pibe me fijo… No es consciente, pero me pasa todo el tiempo. Cuando alguien desaparece uno lo busca de alguna manera. Pero la verdad es que pasó demasiado tiempo ya. Hicimos una búsqueda mediante la Defensoría del Pueblo de la Nación, fuera de la película, sin resultados… Muchas veces los chicos entran a la cárcel sin documentos y dan otro nombre, entonces después resulta difícil saber qué fue él… Seguimos en contacto con la familia. La pelean como pueden: el papá es cartonero.”
De aquel azaroso paseo por el CCR a los talleres de fotografía, a la edición de Otra mirada –y su presentación en El Ateneo, con música en vivo de Me Darás Mil Hijos, quienes compusieron e interpretan la canción final de Años de calle–, desde aquella filmación ingenua y sin fin de 1999, que se retomó con un sentido en 2004 y se volvió a trabajar en 2010, Grinschpun deja que las vidas hablen sobre los destinos que, si bien son siempre inciertos, pueden ser más duros cuando las limitaciones, los obstáculos, la hostilidad y la indiferencia –puntas de una enumeración de injusticias que podría seguir– afecta a una población particularmente vulnerable. Niños. Solos. Marginados. En la calle.

 

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