os vio en medio de la bruma, a unos cincuenta metros de distancia, ateridos por el frío de la madrugada, abandonados a su suerte y vencidos. Tenían la cabeza gacha, las manos en alto apoyadas contra el patrullero. Francisco Gallo apuró el paso, quería estar cara a cara con los tres maleantes que acababan de asaltar su juguetería. Temblaba, no por el frío, sino sacudido por la furia y la impotencia. Cuando llegó a unos pocos metros de los tres fugitivos, los policías no le permitieron acercarse: temían que la ira le jugara una mala pasada y pudiera golpearlos. Entornó los ojos, y en la neblinosa media luz patagónica vislumbró los rostros aniñados y las miradas cegadas por el miedo. Eran tres chicos -dos mujeres y un varón- que minutos antes lo habían despertado con un estruendo cuando decidieron ingresar en la juguetería para llevarse tres muñecos de peluche que arrojaron en plena corrida, unos metros antes de que los agentes les impidieran la huida.

Francisco sintió una punzada en el pecho. Le dolió verlos ahí, contó después, solos en medio de la noche, tristes y sin consuelo, tres chicos en situación de calle que jamás habían podido soñar el futuro. A la mañana siguiente fue a hablar con el fiscal de menores para decirle que su deseo era regalarles los muñecos de peluche. Cuando el periodismo de Neuquén quiso saber por qué había hecho eso, Francisco respondió con sencillez: «Sólo buscaban la infancia».

En la mañana de un viernes ceniciento, cuenta que esa tarde la chica de 15 años que había asaltado la juguetería -madre adolescente de una beba de tres años- llegó a su casa acompañada por su mamá para pedirle perdón. Ella quiso saber entonces de qué modo podía pagarle los juguetes y los daños que había producido en la vidriera. Francisco le respondió que no hacía falta que pagase nada. Lo importante -le aconsejó- es que seas una niña de bien y progreses en la escuela. Si querés pagarme de algún modo -se arrepintió-, te voy a pedir que cada tanto me traigas tu boletín de calificaciones para que yo vea cómo mejorás en tus estudios.

Conocí la historia por Juan Carr. Cuando le pregunto en el teléfono cómo fue su infancia, Francisco me cuenta que fue inmensamente feliz, rodeado del amor de su familia, la imaginación de niño atizada por las historias que le contaba su abuelo siciliano, que había peleado en la Primera Guerra Mundial. Jugaba como lo hacían hace cuarenta años todos los niños de este mundo: en la calle, pateando una pelota de trapo o soñando historias fantásticas mientras empujaba su camión de lata, que repintaba una y otra vez con colores distintos para que siempre luciera como nuevo; andando en bicicleta o emprendiendo expediciones durante las que procuraba desentrañar los misterios de las bardas y el río Limay, escenarios donde desplegaba su afiebrada fantasía infantil. Y jugaba con sus padres como muchos años después lo haría con sus cuatro hijos, a las cosquillas o a la mancha, tonterías, excusas para estar cerca de ellos y enseñarles el mundo y abrazarlos, y rodar por el piso y revolverles el pelo ensortijado.

Son niños en situación de calle éstos -regresa a la escena que lo convirtió en un héroe cotidiano, aunque tiene conciencia plena de que esos fulgores pasarán-, como también hay otros que no tienen siquiera oficio ni recursos, que no han tenido posibilidad de aprender la dignidad del trabajo ni la del estudio. Han perdido la frescura de la infancia. Se la hemos arrebatado.

Francisco dice que El Rincón del Ocio, la modesta juguetería de la que es propietario, es un lugar mágico. Es puro candor cuando cuenta que apenas se ingresa en ella los peluches miran a los ojos a quien conserva la mirada inocente y la ilusión de la niñez. Nunca se propuso vivir rodeado de juguetes, pero el azar de una vida de trabajo le concedió ese privilegio.

Desde hace unos días, su vida cambió para siempre. Pero él prefiere ser prudente, no apartarse de la simplicidad que le enseñaron sus padres y sus abuelos. Yo no importo -la voz no tiene el menor rasgo de grandilocuencia-, me olvidarán pronto, y está bien que así sea. Los que sí importan son ellos. Quizá podemos devolverles una parte de esas infancias perdidas. Quizá podemos regalarles un futuro. Pero déjeme decirle algo -dice de pronto, como si tomase súbitamente conciencia del significado de su historia-. No crea que soy el papa Francisco. Soy pecador cuando me levanto, soy pecador cuando me voy a descansar.

 

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