En esta década si hay algo que cambió de raíz en nuestro Derecho, en nuestra Justicia, en nuestros tribunales, en nuestros expedientes, fue el lenguaje. El lenguaje empleado por la justicia cambió de modo radical. El lenguaje empleado por los abogados argentinos cambió. Tiene otras aspiraciones, otras formas, otros nombres, otros derechos. Otras precisiones, otros matices. Otras formas de decir las cosas que antes se decían de modo llano, brutal, discriminatorio, deshumanizante, despectivo. Conocimos otros giros. Otra sensibilidad. Otras formas de nombrar la violencia. Generamos un lenguaje nuevo. Otras formas de denominar personas. Se combatió la estigmatización como primer paso para defender derechos y garantías.

El primer cambio en este sentido (en este cambio de sensibilidad cultural, que es un cambio de «palabras», en los modos de referirnos a los demás) fue la política de Derechos Humanos, que venciendo la impunidad de crímenes atroces, reabrió juicios (superó el silencio) y de este modo le garantizó «el derecho al derecho» (en la expresión de la Corte Interamericana de DD HH) a miles de víctimas del terrorismo de Estado, que se vieron ya en esa posibilidad, reparadas: tuvieron acceso a la justicia y a la palabra. Pudieron declarar en juicios reales, aparecieron con sus historias negadas (con su historia sufrida, personal, indivisible de la Historia argentina que reconstruyen los historiadores «profesionales») cuando reapareció su lenguaje, su lenguaje fue escuchado por el Derecho, tuvimos juicios con condenas reales, en procesos reales, no ya juicios «simbólicos». Esas dos palabras «derechos humanos» cambiaron todo. Modificaron la fisonomía de nuestra democracia. Modificaron nuestro enfoque en un sinfín de materias. Modificaron y aspiran a modificar nuestro lenguaje cotidiano mismo: única forma de cambiar –volver más abierta, más tolerante, más democrática, más diversa– nuestra cultura. Pero esto fue sólo el comienzo. Todo empezó a pasar por ese tamiz: todas las políticas (salud mental, género, deuda externa, diversidad cultural, ley de medios, matrimonio igualitario) pasaron por el tamiz crítico de los derechos humanos, que supuso un nuevo piso, un nuevo «mínimo» en cada campo. Ninguna política incompatible con el nuevo enfoque –con el nuevo «lenguaje»- de los Derechos Humanos podía ser compatible con la democracia. Esto cambió también el enfoque sobre la inseguridad, que pasó a centrarse no en la represión, sino en las garantías.

En el tan denostado –y tan vital para la democracia y el Estado de Derecho- «garantismo». El garantismo (lo que algunos ahora llaman el «garantismo excesivo») es el emergente de nuestra Constitución. Cuando se lo ataca, se atacan las garantías de nuestra Constitución. Estas garantías no son ficciones, ni son juguetes, son los pilares de nuestra democracia. Por eso quienes cuestionan las políticas de Derechos Humanos («curro», «revanchismo», «cerrar esta etapa» del «pasado») son los mismos que denuestan (hoy) al garantismo («excesivo»), olvidando que sin garantías no hay sociedad civil. Sin garantías no hay –no puede haber- democracia. Algunos encontraron una fórmula notable. La de garantísmo excesivo. Cómo se puede ser excesivo en las garantías? Es como ser excesivo en la defensa de la constitución. Puede haber «excesos» en la defensa de la constitución? No. En el fondo lo que nos piden quienes cuestionan el garantismo (de Sirven a otros de sus colegas) es ser más laxos en el irrestricto respecto del principio de legalidad. No es raro. Son los mismos medios que piden mano dura en la guerra al delito (no indignarse ante una tortura en una comisaria, justificar un linchamiento diciendo que «la gente está cansada») pero no juzgar, con la misma severidad, los gravísimos crímenes del Proceso. Allí también se dejaron de lado las garantías. Allí también se deja de lado la Constitución en nombre de la moral (superior). No puede haber «garantismo excesivo» porque no puede haber sencillamente «excesos» en la defensa de la Constitución frente a los atropellos. No puede haber «exceso» alguno cuando se defienden garantías.

No puede haber «excesos» cuando se defiende a una democracia. Todo lo que se haga está bien. Estas fórmulas («garantismo excesivo») son rémoras amorales de nuestro peor pasado (jurídico y periodístico), que vuelve a ser hablado, el pasado cómplice de la impunidad, que aún conserva sus reflejos. Sus palabras. Sus términos. Sus formas. Sus críticas a que los «delincuentes» tengan «derechos» y sean vistos como «humanos». No hay «garantismo excesivo» como no puede haber «constitucionalismo» social excesivo, o «excesos» en el respeto de la legalidad. Nadie se «excede» cuando pide que se respeten los derechos humanos esenciales. No hay «exceso» alguno. La fórmula empleada por el periodista Sirven (quien escribió también en medios vinculados a Massera) es equivocada. No hay «excesos» en las garantías civiles. Nadie comete un “exceso” cuando las defiende. Al contrario: cuando las defiende a rajatabla cumple con su deber. Cumple su mandato. Cumple con su profesión. Cumple con el Derecho. Es importante remarcar estos errores o equívocos a tiempo, sobretodo cuando se cuestiona a la Procuradora. Cuando todo lo que tiene que ver con respetar o hacer crecer a la democracia es presentado por parte de la prensa como un «exceso», lo que se hace en el fondo es, como en el Proceso, atacar a la democracia y a la política. No hay «exceso» alguno en el «garantismo excesivo». El garantismo nunca es un exceso. Es un derecho. Es el principio de legalidad. Curioso que se cuestione en algunas columnas al «garantismo excesivo» (argumento típico de la dictadura, que también estaba contra los abogados que defendían las garantías y los Derechos Humanos de los «delincuentes» subversivos, como Duhalde) al mismo tiempo que se endilga a funcionarios por su pasado vinculado al Proceso. Parte de la prensa hace que su trabajo esencial sea sacar todo de contexto, contradecirse. Así se impide debatir. Se impide que se piense, que se vean las líneas. El garantismo no es un «exceso». Las garantías son la base de la democracia. Como demostraron los líderes europeos en esta marcha en Paris. La democracia no se construye denunciando el «garantismo excesivo». La democracia se construye con más garantías. Nunca con menos. Hace falta un debate franco y plural, con formación, sin retóricas, sin demagogia, y de cara a la sociedad sobre la justicia y el Derecho que queremos. Si queremos un derecho «garantista excesivo» o un derecho que recorte garantías básicas, un derecho que perciba cada garantía como un «exceso», como una «concesión» «populista». No son debates menores. Son la esencia de lo que se debate en la justicia. Las críticas a la procuradora son parte de una crítica mayor que se viene haciendo de modo sistemático hacia el mal llamado «garantismo». No son dos cuestiones separadas.

El proceso siguió a partir de allí a otras leyes. Un enorme paso fue la ley de salud mental, que cambió de lleno el paradigma tutelar que venía rigiendo en la materia sobre «discapacidad». Ya no hablamos de «incapaces», ni de personas «discapacitadas», ya no hay personas «inválidas» para el Derecho. Todas las personas son iguales, todas las personas «valen» por igual. Son todas personas válidas. El derecho (civil) dejó de hablar así poco a poco el lenguaje del modelo tutelar, emergente de la eugenesia, imperante hasta entonces en la justicia civil, (con curadores auxiliares de jueces, no representantes de personas) que trataba verticalmente cosas, objetos, no «sujetos de derecho», sino personas «discapacitadas» sin voz. Cambiar el lenguaje fue determinante en este camino para ver sujetos de la democracia. Para ver personas donde antes se veían «cosas», fue importante cambiar las palabras; los lenguajes humanizan pero también pueden deshumanizar. El Derecho argentino eligió en la última década un camino que volviera a humanizar lo que durante mucho tiempo el propio derecho –y gran parte de la sociedad, sobretodo durante la dictadura– habían deshumanizado. El Derecho argentino ha dado pasos decisivos en los últimos años, cometió «excesos»; pasos que marcaron toda la agenda política: no es casual el cambio de instrumentos decisivos de la vida civil, como son los códigos jurídicos fundamentales: estos cambios obedecen a un cambio cultural aun más profundo, producto del avance del paradigma de los Derechos Humanos, que echo raíces en campos como la salud mental, el género, la diversidad sexual, entre otros. El paso del modelo inquisitorio a un modelo acusatorio tampoco es un cambio menor para una República: los jueces no pueden ser parte. No fueron solo cambios de «palabras». Porque las palabras no son sólo palabras. Son siempre mucho más que eso. La justicia debió aprender a hablar de nuevo, a cuidar lo que decía. Los operadores jurídicos –y la sociedad toda– aprendieron que palabras como «discapacitado», “delincuente”, podían herir, matar, discriminar, hacer daño, silenciar, excluir. Y el derecho debe combatir esto. Combatirlo desde y en el lenguaje es el primer paso para combatirlo en la sociedad. Por eso hay que hablar un lenguaje que no discrimine ni excluya. El cambio en el modelo procesal, que pasa de un tipo inquisitorial a uno acusatorio, va en esta línea de empezar a reconocer modelos donde la prioridad es de las garantías civiles. No del verticalismo autoritario que «tutela» objetos sin voz. Los Derechos Humanos son un lenguaje nuevo que nos impide excluir al otro pero también nos impide asimilarlo, impedirle ser. Los derechos humanos nos enseñaron que no existen los «incapaces», los «subversivos», los «locos», los «enfermos», los «chorros», sólo existe una categoría posible en democracia: la de personas. Todas personas igualmente «válidas». Ya no hay «discapacitados» para el derecho. Ya no existe (n) –ni para el Derecho Civil ni para la sociedad toda– la (s) persona (s) “inválida” (s). Tampoco las personas «vulnerables» sino solo las personas vulneradas. No existen grupos «vulnerables» o en situación de «vulnerabilidad»: sólo existen grupos que fueron vulnerados. Desoídos en sus derechos. Sin garantías. Sin voz. Sin rostro. Sin nada. Este trabajo de humanización –de humanizar lo que había sido deshumanizado y estigmatizado, negado y desaparecido- es el trabajo esencial de todo el Derecho. Es el trabajo del «garantismo excesivo». Este es nuestro «exceso»: decir esto. Plantarnos con esto. No ceder.

Ahora que se dieron cuenta algunos que todos los que están con la democracia están o deben estar con el garantismo, aplican una nueva fórmula. Somos todos garantistas (porque en rigor nadie está en contra de las garantías) solo que ellos (nosotros) son (somos) garantistas «excesivos». Este es el nuevo recurso sintáctico. Estaría todo bien con el garantismo, sólo que no habría que «excederse». Darle derechos a los presos seria así un «exceso». Pretender que vivan en cárceles no inhumanas sería ya pedir “demasiado”. Ellos –nosotros– se exceden en la defensa de la constitución. En cambio nosotros (los que somos garantistas pero no excesivos, curiosamente lo que defiende el neoconstitucionalismo de autores como Gargarella, frente a la esfera de lo «indecidible») somos más laxos. Algunos estarían dispuestos eventualmente a mirar para otro lado mientras se tortura y se desaparece. Nosotros no. Para nosotros lo excesivo es el anti garantísmo. Conculcar la legalidad estricta. Los excesos vienen siempre de la mano dura. No al revés. Como los crímenes. Esto es como cuando la dictadura decía el problema es que hay (o cuando hay) demasiada política. Demasiada participación. Demasiada democracia. De

masiadas garantías. Por eso algunos mezclan este discurso en contra del garantismo excesivo con la defensa del Proceso. Curiosamente reconocen así que esta política de DD HH (de garantísmo «excesivo» actual) es un tema del presente. Y no del pasado. Y de allí el encono. Porque la herida –como la discusión– no se cerró. Sigue abierta. Por eso nosotros somos garantistas «excesivos»: porque frente al discurso genocida del Proceso, que aun vive, nosotros nos «excedemos». Todo lo que hacemos y decimos les parece siempre un «exceso».

Queremos derechos para todos. No solo para algunos. También para quienes están presos. Somos juristas populares, como dijo bien Recalde, defendemos al pueblo de la injusticia. De la opresión. Defendemos al pueblo de la mentira. De los que se disfrazan de jueces valerosos. Y no lo son. Son meros sirvientes de lo establecido. Personas sin valentía alguna. Sin coraje. Sin valor. Que no sirven al desclasado. Son hombres injustos. El garantismo no es un “exceso”: es, muy por el contrario, la única forma de pensar la democracia. El «exceso» –los crímenes- viene siempre cuando se recortan garantías, no cuando se las defiende. Los “excesos” –para usar un término caro a los procesistas, las torturas– son el fruto del anti garantismo.

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