Los lectores piden a los medios que violen la presunción de inocencia, un derecho humano tutelado por la Constitución Nacional. La avidez de primicias deben necesariamente encontrar límites en la responsabilidad editorial de cada periodista.

Cuando los medios difunden imágenes de una detención policial, desde “Doña Rosa” hasta el taxista de la esquina demandan “que le muestren la cara al chorro”. Le piden a los medios que violen la presunción de inocencia, un derecho humano tutelado en la Constitución Nacional (artículo 75, inciso 22, a través de pactos internacionales, art. 11 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; art. 26 de la Declaración Americana de los Deberes y los Derechos del Hombre; art. 8 inciso 2 de la Convención Americana sobre los Derechos Humanos, art.14 inciso 2 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos).

Este derecho garantiza que no se dé por sentada la culpabilidad de una persona, a menos que se haya demostrado la acusación fuera de toda duda razonable en un proceso judicial. Para decirlo más claro: “El derecho a la información y la libertad de expresión deben armonizar con otros derechos y garantías constitucionales como la presunción de inocencia, el debido proceso, el derecho a la defensa de cualquier procesado, a la intimidad, el respeto a la honra”, y todos aquellas garantías tuteladas por un Estado de derecho democrático, representativo y federal como el nuestro.

Este principio se endurece cuando las causas tienen como protagonistas a menores de edad. En Entre Ríos, la Ley 9.861/08, de Protección integral de los derechos del niño, el adolescente y la familia indica, en su artículo 13, que ningún medio de comunicación puede difundir información o imágenes que identifiquen o den lugar a la identificación de niños o adolescentes víctimas o autores de ilícitos, en especial aquellos reprimidos por la Ley Penal. Esta restricción se basa en la Convención sobre los Derechos del Niño, con rango constitucional desde 1994.

Por otra parte, las sentencias judiciales como instrumento público pueden ser difundidas sólo una vez que las partes fueron notificadas y con restricciones en casos relacionados a menores, “incapaces” o causas en las que está comprometida la intimidad o la seguridad de una persona. Asimismo, la información de causas en trámite donde no se arribó a una sentencia firme, debe respetar los principios relacionados al debido proceso y la imparcialidad del tribunal. Y es que existen diferentes etapas en un proceso judicial que el común de la gente ignora o no tiene a bien respetar. Si por algunos fuera, bastaría con un paredón y un puñado de balas para “hacer Justicia”.

Desde “Yo Acuso”, de Emile Zolá (Francia 1898) sobre el emblemático caso Dreyfus, a la escandalosa ejecución de los anarquistas italianos Sacco y Vanzetti (USA 1927) se ha escrito mucho sobre las condenas mediáticas. En estos casos, y en otros más cercanos en lo geográfico y lo temporal, el ejercicio de la libertad de expresión, y la avidez de primicias, deben necesariamente encontrar límites en la responsabilidad editorial, a fin de no vulnerar otros derechos y garantías individuales no menos importantes.

Señalar públicamente a alguien como culpable antes o durante un proceso judicial es un juicio mediático previo y una estigmatización que no sólo predispone a la opinión pública sino que también entorpece el proceso en la búsqueda de la verdad y la justicia. La ética profesional de las fuentes y de los medios tiene un rol central para no incurrir en esta grave falta que puede afectar la vida de muchas personas y cuya tardía reivindicación no logra componer una imagen inexorablemente dañada.

Y vaya una reflexión más sobre las “hogueras mediáticas”. El año pasado un hombre fue hallado muerto en un chiquero. La primera información policial indicaba que “había muerto de un paro cardiaco tras mantener sexo con una chancha”. La crónica policial abundaba en detalles escabrosos, además de dar nombre, apellido y lugar de trabajo del “jornalero depravado”. Horas más tarde, la autopsia determinó que había sido asesinado en otro lugar y llevado a la porqueriza. A pesar de las sucesivas aclaraciones, en el imaginario del público, lo que quedó fue la anécdota zoofílica que dio lugar a toda clase de chanzas. Del asesinato y la causa poco se asimiló y la víctima, su dignidad y su familia quedaron en el barro de ese chiquero.

 

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