los últimos días se publicaron muchas notas en relación con los recientes casos de«justicia por mano propia» y linchamientos. Una de ellas planteaba «el dilema de los vecinos asustados «, a partir del cual se nos invitaba a responder a la situación siguiente: si un grupo de «nuestros vecinos, al sentirse amenazado «, participase de un linchamiento, ¿qué haríamos nosotros? ¿Participaríamos también? Se nos sugería entonces: «Si contestáramos que no, ¿no nos estaríamos engañando?»

El ejercicio al que se nos convocaba tenía una virtud muy importante: proponernos un esfuerzo de empatía frente a una situación trágica, que incluye opciones morales que en circunstancias normales repudiaríamos. La virtud de la propuesta es la siguiente: nos ayuda a ver que personas que cometen un acto que en otro contexto calificaríamos de «monstruoso» pueden no ser monstruosas ellas mismas. Más bien, se nos sugiere, esas personas pueden parecerse mucho a nosotros mismos. No nos apuremos, entonces, a condenarlas sin más, sin pensar en el contexto, en la situación que han vivido, en lo que han sufrido, en las tensiones a las que se han visto sujetas. No nos apresuremos, tampoco, a calificarlas con términos condenatorios grandilocuentes: somos, tal vez, demasiado parecidos a ellas. No exijamos, sin más, «que se pudran en la cárcel», como tantas veces se dice.

Ahora bien, ese mismo ejercicio de empatía que se nos proponía en relación con «los linchadores» -nuestros «vecinos asustados»-, ¿no debería extenderse hacia todos aquellos que por distintas circunstancias cometen un delito? Pensemos, por caso, en la situación de la persona linchada, aquella que supuestamente había cometido una falta previa, gravísima o no. Frente a muchos de estos casos (ya que el crimen, como vemos, recorre todas las clases sociales) se nos podía haber presentado «el dilema de los pobres que atraviesan situaciones desesperadas». Podría corresponder entonces la pregunta: ¿saldríamos a robar nosotros también, en una situación de desesperación, o frente al cuadro de nuestros hijos hambrientos? Si contestáramos que no, ¿no nos estaríamos engañando? Recién ahora, con esta pintura más completa, el ejercicio de empatía propuesto podría ganar su verdadero sentido.

Cada uno sabrá qué aprende de este cuadro completo, qué cambia de sí mismo (en el mejor de los casos) una vez hecho el esfuerzo de ponerse en el lugar de víctimas y victimarios. En mi opinión, lo primero que debemos dejar en claro es que «entender» la motivación de las faltas cometidas por el otro no es lo mismo que «justificar» el mal causado. Entender al otro es muy importante, entre otras cosas, porque nos ayuda a reconocer que frente a situaciones extremas uno también podría haber optado por respuestas que habitualmente condenamos desde el podio moral en el que solemos situarnos. Sin embargo, explicar o entender mejor no es lo mismo que justificar: acciones como las de golpear en patota, robar o matar no se justifican en casi ningún caso, y merecen ser reprochadas siempre por el Estado.

De todos modos, aparece aquí una segunda precisión importante: contra lo que solemos pensar, no hay una sola forma posible de reproche. Reprochar no es lo mismo que castigar, y castigar no es lo mismo que encerrar a alguien. Lamentablemente, estamos demasiado acostumbrados, también, a pensar en esos términos: la inercia y la falta de reflexión nos llevan allí. Así, solemos asimilar a nuestros reclamos de «justicia» con reclamos de «cárcel», para concluir que se logra «más justicia» cuando aseguramos «más años de cárcel» para un condenado (la condena perpetua sería entonces la justicia realizada: una locura). Pero ésta no es la idea. Mi sugerencia es que, frente a crímenes atroces (provocados ya sea por el linchador o por el linchado, sujetos a quienes comparo, pero no equiparo moralmente) no permitamos nunca la impunidad (impunidad es lo contrario de justicia). La idea es que reclamemos una respuesta condenatoria fuerte, desde el Estado (y desde nosotros mismos) sabiendo que el Estado tiene muchas formas posibles de reprochar inconductas, y no una sola, y no necesariamente la peor de todas. Hay un debate que alguna vez deberemos dar acerca de la diversidad de las formas posibles que puede asumir el reproche estatal. La presencia de estos casos trágicos, que incluyen tal vez a vecinos y conocidos nuestros (a quienes no consideramos asesinos, y que de repente vemos involucrados en acciones de violencia inesperada, extrema), puede ayudarnos a pensar en la tosquedad e impertinencia de la única respuesta que venimos reservando para quien comete una falta grave: la privación de la libertad. Por lo demás, estos casos trágicos (que tal vez culminan con nuestros «vecinos asustados» en la cárcel), pueden ayudarnos a enfrentar una verdad que conocemos, pero que escondemos bajo la alfombra: hace cientos de años que en nuestras cárceles se tortura y se veja, y ése es un destino que no merece nadie; una afrenta imperdonable a cualquier sentido ético o religioso . No podemos seguir conviviendo con eso, ciegos frente a lo que allí ocurre, o mirando tales situaciones con un solo ojo, como solemos hacerlo.

Sin embargo, la discusión pública sobre estas cuestiones se encuentra en estos días contaminada: hay jueces que confunden el respeto irrestricto por las garantías de todos con la impunidad que promueven tranquilamente desde sus cargos; hay jueces que revolean años de condena con una irresponsabilidad y falta de empatía simplemente inhumanas; hay un gobierno que no entiende la irritación social que causa la obscena impunidad que se garantiza a sí mismo, frente a la corrupción estructural que ha montado; hay opositores que juegan el juego del populismo penal, sin medir las consecuencias sociales trágicas del discurso violentista que promueven; hay medios privados que lucran livianamente con el dolor irreparable de víctimas; hay medios oficiales y paraoficiales que no entienden el daño que nos causan y se causan, con la mentira y el ocultamiento que practican a diario. Y, sin embargo, por eso y a pesar de eso, necesitamos seguir pensando, necesitamos insistir en el valor de seguir discutiendo.

 

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